Bayer, Basf y Hoescht, químicos colosales
La Opinión A Coruña. [14/12/2008]
RAMIRO REIG. A CORUÑA. La IG Farben fue un coloso de la química nacido de la integración de Basf, Bayer, Hoescht, Agfa y algunas otras empresas menos conocidas. En el periodo de entreguerras era la cuarta empresa en la clasificación mundial en virtud del volumen de sus activos -por detrás de General Motors, US Steel y Standard Oil- y la primera del sector químico. Su producción abarcaba desde tintes y colorantes hasta explosivos, fertilizantes, plásticos y medicinas. Algunos de sus logros fueron únicos durante muchos años, y consiguió una identificación entre marca y producto que se ha prolongado hasta nuestros días (todavía decimos 'tómate una aspirina' para indicar un analgésico).
El modelo alemán
Las empresas arriba citadas, que habían de confluir en la IG Farben, nacieron en la década de 1860, fecha clave porque en ella se realizó la unidad alemana dirigida por el canciller Bismarck. Conviene recordar que, en el momento de la invasión napoleónica, el territorio alemán se encontraba fragmentado en múltiples unidades independientes, bajo el dominio de un príncipe, entre las que sólo Baviera y Prusia tenían una cierta entidad. La invasión extranjera despertó el sentimiento nacional, fomentado por el movimiento romántico, que llevó, tras la derrota de Napoleón, a una lenta pero imparable integración de los distintos territorios bajo la dirección de Prusia. En 1834 se ratificó el Zollverein, unidad aduanera, y en 1871 culminó la unidad política con la proclamación del Reich alemán. El protagonismo del Estado prusiano en todo el proceso se hizo notar en importantes aspectos de la vida económica, como la estatalización del ferrocarril y el teléfono, y la temprana instauración de seguros sociales (accidente, enfermedad y jubilación).
La política de Bismarck, continuada en la época guillermina, fue teorizada por los economistas de la llamada escuela histórica. Schmöller, List (no confundir con el pianista Lizt), Wagner (tampoco confundirlo con el compositor Wagner), defendían que había que adecuar el desarrollo económico a las particularidades históricas de cada país, y no pensar que las teorías smithianas valían por igual para todos. En un caso como el de Alemania, en el que se entraba con retraso en la competencia internacional, el Estado debía intervenir para regular e impulsar el desarrollo económico. Acuñaron el concepto de 'aranceles educativos', un tipo de proteccionismo moderado que servía para preservar de la competencia a la industria naciente, y se mostraron partidarios de que el Estado autorizara e impulsara la formación de cárteles entre las grandes industrias.
Otra característica importante del sonderweg alemán (es decir, de la singularidad de su modelo de desarrollo) fue el papel jugado por la Universidad. El culto reverencial por los estudios ha sido una nota distintiva de la sociedad alemana, y la Universidad ha fomentado el espíritu elitista de superioridad con manifestaciones simbólicas que poco tenían que ver con los estudios pero que reforzaban su identidad, como el famoso duelo por el que debían pasar los estudiantes a la manera de la prueba iniciática de los antiguos clanes. Todavía es costumbre en Alemania utilizar habitualmente el título de Herr Doktor (señor doctor), incluso duplicado si se da el caso (la televisión y la prensa presentaban siempre al canciller Helmuth Schmidt como Herr Doktor, Doktor Schmidt).
A diferencia de la Universidad napoleónica -orientada a la instrucción enciclopédica- o de la británica -centrada en la formación de caballeros del Imperio (Keynes en Cambridge estudió más filosofía que economía)-, la Universidad alemana quería sabios. Los estatutos de la Universidad de Berlín, la primera de orientación moderna, creada a principios del XIX por Humboldt, definían sus fines como una triple tarea: ilustración (Aufklärung), formación (Bildung) e investigación (Wissenschaft). El tercer objetivo la diferenciaba netamente del modelo napoleónico, basado en la enseñanza, que relegaba la investigación a otras instituciones. Recordemos al respecto el caso del matrimonio Curie, que no pudo desarrollar sus investigaciones sobre el radium en la Sorbona. En el modelo humboldtiano, seguido en toda Alemania, la Universidad tenía una misión investigadora, y la carrera no se completaba hasta obtener el grado de doctor. Las consecuencias de esta orientación en el desarrollo industrial fueron notables. A finales de siglo, los avances científicos alemanes eran envidiados en todo el mundo, y estos propulsaron a las empresas al liderazgo mundial en los campos de más futuro.
De la aspirina a la dinamita
Tradicionalmente, los tintes y colorantes, imprescindibles para la industria textil, se obtenían de la destilación de algunas plantas, un procedimiento lento y costoso. El color púrpura estaba reservado a los príncipes y los cardenales porque se obtenía del jugo de unos pequeños moluscos del golfo de México, lo cual lo convertía en excepcionalmente raro y caro. Esto cambió en 1856 cuando un inglés, un tal Perkin, descubrió un procedimiento para conseguir el color malva mediante la síntesis en laboratorio de residuos del alquitrán de carbón. El camino estaba abierto para la obtención de otros colores, y los historiadores se preguntan por qué no lo recorrieron los ingleses teniendo en cuenta que disponían de todo lo necesario: abundancia de residuos de carbón, una poderosa industria textil, base de la demanda de colorantes y disponibilidad de capital para crear la nueva industria. Probablemente no lo hicieron por ese conjunto de razones que influirán en el posterior declive británico (pérdida de espíritu empresarial, orientación financiera de su economía) pero, sobre todo, porque en la educación de sus élites prestaban poca atención a la formación científica y carecían de investigadores. En realidad, el citado Perkin, aunque era inglés, se había formado en Alemania en el famoso laboratorio de Liebig.
A finales del siglo XIX, la química orgánica era una ciencia joven, en plena efervescencia. Se hacían continuamente nuevos descubrimientos que podían aplicarse a campos muy diversos y hasta entonces inexplorados. El hallazgo de una nueva síntesis en el laboratorio podía convertirse en un producto que revolucionara el mercado y otorgara una enorme ventaja a la empresa propietaria de la patente. Para hacer frente a este reto, las empresas alemanas dedicaban una cantidad fabulosa a sus laboratorios y equipos de investigación. Según Chandler, tres veces más de lo que era habitual en las grandes empresas (un 15% de su cifra de negocios, cuando ya era mucho un 5%). Esto les permitió ir siempre muy por delante de los posibles competidores y diversificar su producción. El descubrimiento de la síntesis de la alizarina les dio el monopolio de los colorantes. En tan sólo cinco años, la alizarina pasó de 120 marcos el kilo a 17, y aún bajaría hasta los 8 marcos, sin que por eso se resintiera el margen de beneficios, merced al enorme volumen de ventas. En 1913, de las 160.000 toneladas producidas anualmente en el mundo, 140.000 procedían de empresas alemanas; 10.000, de suizas; 4.000, de británicas, y el resto, unas 6.000, de diversos países.
Las síntesis químicas no sólo servían para elaborar tintes. Se vio que podían tener aplicaciones medicinales y ser comercializadas como fármacos. En este campo consiguieron algunos productos insustituibles que les dieron una posición inexpugnable en el mercado: la aspirina -un analgésico multiuso-, el Salvarsam -que fue la primera medicina que curó la sífilis-, las sulfamidas -imprescindibles para tratamientos infecciosos- o la insulina -utilizada todavía contra la diabetes-.
El descubrimiento de Haber, un químico de la Basf, de un procedimiento electrolítico para obtener nitrógeno, les introdujo en primera posición en el campo de los abonos. Los agricultores saben muy bien que el abono natural es mejor que el químico, y de esto existe una buena prueba en Valencia. La Sociedad de Agricultores de la Vega (SAV), que actualmente se encarga parcialmente de la recogida de basuras en la ciudad, procede de una asociación de labradores, con el mismo nombre, que ya a finales de siglo realizaba esta tarea. En la novela Arroz y Tartana, de Blasco Ibáñez, se describe la entrada en Valencia, por la mañana temprano, de los carros de los fematers, labradores de la huerta de Alboraya llamados así porque venían a recoger el fem (el estiércol) para aprovecharlo como abono. Por aquellos años, como indica el título de la novela, circulaban por las calles numerosas tartanas y carros, y en muchas casas había cuadras. La oferta de estiércol no era desdeñable, pero sí insuficiente, de aquí que hubiera que importar otros abonos naturales, como el guano del Perú y el nitrato de Chile. Se comprenderá, pues, la enorme importancia que tuvo el descubrimiento de los químicos alemanes de un procedimiento para fabricar fertilizantes nitrogenados, así como la ventaja competitiva que obtuvieron las industrias químicas de aquel país.
Por desgracia, el nitrógeno no sólo sirve como fertilizante, sino también para fabricar dinamita. Al estallar la guerra del 14, las empresas químicas se convirtieron en el principal abastecedor de las fábricas de munición. Peor todavía, fabricaron el tristemente célebre gas mostaza, un gas axfixiante utilizado por los alemanes contra sus enemigos. Fue la primera vez que se utilizaban armas químicas, pero no sería la última, ni serían los alemanes los únicos en hacerlo.
La cartelización
Al terminar la I Guerra Mundial, las empresas de las grandes potencias que habían participado en ella debieron afrontar la ardua tarea de reposicionarse en el mercado mundial, desarticulado durante la contienda. Esto acentuó la tendencia de las empresas alemanas a buscar acuerdos de cártel para no competir entre sí y hacer frente unidas a la competencia internacional. Desde comienzos de siglo, las empresas químicas, siguiendo la pauta trazada por las siderúrgicas, mantenían acuerdos sobre precios y reparto de mercados. Pero las características del sector químico, con una gama de productos en incesante renovación y una inversión fortísima en I+D, aconsejaban aunar los esfuerzos. Por ello, las cuatro grandes (Bayer, Basf, Hoescht y Agfa) decidieron integrarse en una sola empresa a la que se puso el nombre de IG Farben. Los primeros pasos se dieron en 1916 con el establecimiento de una serie de actividades conjuntas, y el proceso de integración total se cerró en 1925.
El desafío de este inmenso gigante (piénsese en el potencial investigador que representaba la coordinación de unos laboratorios con más de 1.000 investigadores) asustó a las empresas de otros países y provocó una fuerte reacción. En Francia, St. Gobain realizó notables esfuerzos para diversificar su producción, y pasó de la química pesada a la química orgánica. Pero la tentativa de unirse a otra gran empresa, Pechiney, fracasó. En Gran Bretaña, en cambio, tuvo éxito la creación de un gran conglomerado, la Imperial Chemical Industries (ICI), como resultado de la integración de varias empresas, entre ellas la Nobel Dinamit, que se surtía de las piritas de Río Tinto en manos de otra empresa británica. En Italia, el gobierno de Mussolini creó la Montedison, y en España se afianzó la Sociedad de Explosivos Peñarroya, con unas dimensiones nada desdeñables, ya que figuraba en el lugar 101 de la clasificación de grandes empresas en 1930. En Estados Unidos llevó la voz cantante de la reconversión del sector la Dupont, una empresa de talla gigante, pero que hasta la guerra del 14 se había dedicado en exclusiva a los explosivos. En Suiza, Ciba y Geigy, especializadas en productos farmacéuticos, recibieron la oferta de integrarse en IG Farben, pero, en lugar de ello, formaron una asociación a la que se dio el nombre de Basel IG.
El periodo de entreguerras, como se puede comprobar, fue el momento en que se consolidaron las grandes corporaciones químicas de talla internacional, a las que se les abría un futuro prometedor con el descubrimiento de las fibras sintéticas que tanto juego habían de dar (fibras textiles, aislamientos y recubrimientos eléctricos, material telefónico, etc.). Aunque algunas de las empresas citadas podían competir con la IG Farben en algún campo específico, ninguna tenía la capacidad de la firma alemana ni la diversidad y calidad de sus productos, por lo que, en lugar de entrar en una competencia destructora, optaron por una política de acuerdos para repartirse el mercado internacional.
El advenimiento de Hitler al poder, en 1933, llevó a la IG Farben a una estrecha colaboración con el régimen nazi que condujo a la catástrofe de Alemania. Cabe señalar, no obstante, que su presidente, C. Bosch, reputado científico y premio Nobel, se negó a despedir a los judíos que trabajaban en la empresa y, al verse forzado, dimitió en un gesto lleno de coraje y honor. En 1945, los aliados se incautaron de las instalaciones de la empresa hasta 1952, año en el que permitieron la reconstitución por separado de las diversas compañías que la habían integrado. Al igual que toda la industria alemana, la química se recuperó con rapidez gracias a un formidable esfuerzo colectivo y al capital intelectual acumulado durante muchos años. Aunque sus patentes se hicieron de dominio público, su tradición investigadora volvió a situarlas entre las primeras del mundo. Sólo Bayer cuenta en la actualidad con 400 centros, 200.000 trabajadores y un volumen anual de ventas que supera los 50.000 millones de marcos. Una prueba de su continua labor de investigación es que el 50% de sus productos actuales no existían en 1985.
La IG Farben también se equivoca
El cuadro quedaría incompleto sin mencionar algunos efectos, más o menos perversos, de la prioridad aplastante otorgada a la investigación en detrimento de otras cuestiones. En primer lugar, el peligro de adentrarse por caminos sin salida. La investigación en una ciencia nueva y prometedora, como era la química a principios de siglo, podría pintarse como un árbol que se va ramificando de forma enmarañada, en el que el brote de una rama lleva a otra sin que se sepa de antemano cuál es la que va a dar fruto. En ocasiones se encuentra un tesoro, pero otras veces se pierde uno en el follaje. La IG Farben, consciente de que el petróleo iba a ser la energía del futuro y de que Alemania carecía de él, apostó por una línea de investigación que podía llevar a un hallazgo revolucionario: la obtención de petróleo mediante una síntesis química de residuos de carbón, mineral que Alemania poseía en abundancia. Dedicó tiempo y mucho dinero al proyecto, construyó plantas experimentales, lo intentó una y otra vez, y, al final, lo consiguió. C. Bosch, presidente de la compañía y eminente químico que había dirigido la investigación, fue galardonado con el premio Nobel.
La empresa construyó costosas instalaciones en Leuna para producirlo en gran escala, pero, por mucho que lo intentó, el litro de petróleo por el nuevo procedimiento salía ocho veces más caro que el de los pozos. Se trataba de una inversión ruinosa, pero la empresa no podía echarse atrás. El ascenso de Hitler al poder la salvó, a costa de los contribuyentes. En su demencial política de preparación de la guerra, los nazis consideraban objetivo prioritario el autoabastecimiento de petróleo al precio que fuera, y sostuvieron su producción a base de hacer creer que era un éxito de la ciencia alemana. Esta línea de investigación, a pesar del estrepitoso fracaso, no era del todo errónea. Años más tarde se encontraría un procedimiento para obtener butano y propano sumamente baratos. Esto significa que las empresas que apuestan muy fuerte por la innovación científica, invirtiendo en ello mucho capital, pueden encontrarse con grandes éxitos y decepcionantes fracasos.
La segunda objeción que se puede hacer a la línea de desarrollo de la IG Farben es que se centraba casi exclusivamente en productos industriales de venta al por mayor. Si se exceptúa el material fotográfico de Agfa, el resto eran productos que no iban destinados al mercado de masas, sino que se vendían directamente y en grandes cantidades a las fábricas (colorantes), a mayoristas (abonos), al ejército o las empresas mineras (dinamita), o a través del filtro médico (fármacos). Se comprende que desatendiera los dedicados a la higiene doméstica (jabones, detergentes), dejándolos en manos de Henkel-Persil, por ser un tipo de productos que contiene muy poco I+D, fácil de estandarizar, pero que exige un cuidado especial de la comercialización y del marketing para introducirlo en todos los hogares.
Abordar este campo suponía cambiar el modelo de empresa, y hay que decir que tampoco los americanos lo asumieron, dejándolo a otro tipo de empresas como Procter and Gamble o Colgate-Palmolive. Llama la atención que apenas desarrollara la vertiente comercial de algunos de sus descubrimientos. La explicación está en el caso de la electricidad, en el menor desarrollo del mercado de masas en el continente europeo. La americana Dupont popularizó productos de uso masivo, como el papel celofán para envolver los alimentos, y el rayon y el nylon para la confección de prendas. Los llamativos impermeables transparentes de plexiglas y las codiciadas medias de nylon, por las que suspiraban las mujeres europeas de los años 50, eran de uso común en América antes de la guerra. Procedían de una patente de Carrothers, un químico de la Dupont, pero Degussa, empresa perteneciente a la I.G. Farben, tenía una semejante que no desarrolló.
Más llamativo es el caso del magnetófono. La Basf desarrolló un sistema de grabación por cinta totalmente desconocido para los americanos. En 1938 llegó a un acuerdo con la AEG para fabricar los aparatos de reproducción y audición (los magnetófonos), pero su uso quedó restringido a los círculos militares. Como los americanos se apropiaron de las patentes alemanas, el invento fue desarrollado por Ampex, una empresa norteamericana, y por Grundig, una empresa alemana de nueva creación ajena a las grandes corporaciones de la química y la electricidad. El paso al casette fue dado, a principios de los 60, por la holandesa Philips, en colaboración con Sony. Podría decirse, a la vista de estos hechos, que las grandes corporaciones alemanas sobresalieron en I+D+i, pero que les faltó la i minúscula de la innovación. Podemos comprobarlo comparando la trayectoria de AGFA y Kodak.
Kodak contra Agfa
A finales del siglo XIX, la fotografía era un complicado ejercicio en el que se combinaba el arte con la técnica. La cámara era un gran armatoste que había que colocar sobre un trípode, y se utilizaban unas placas de vidrio bañadas en una combinación química. El fotógrafo iba vestido con una bata que le llegaba hasta los pies, para no mancharse de ácido, y llevaba un sombrero de fieltro que le daba un aire de pintor bohemio. La gente tenía que posar inmóvil mientras el artista escondía la cabeza bajo un trapo negro, como un prestidigitador, abría el objetivo, calculaba la exposición de luz, esperaba durante unos minutos interminables y ¡click! apretaba el botón. Fotografiarse era un acontecimiento restringido a los grandes momentos. La foto de la boda, la foto escolar del niño sentado en el pupitre o la de la mili -en actitud marcial- se enmarcaban y colocaban en la sala de estar como si fueran cuadros.
Todo esto cambió cuando se inventó el celuloide, que podía sustituir a las placas como material fotográfico y simplificar el procedimiento. Eastman, un empresario americano apasionado de la fotografía, intuyó que la fotografía se convertiría en una moda, en un entretenimiento. No se contentó con fabricar carretes, sino que lanzó al mercado la primera máquina fotográfica personal, la Kodak, que cualquiera podía manejar. Algo así como el paso al ordenador personal. El lanzamiento se hizo con una gran campaña publicitaria: 'Usted aprieta el botón, Kodak hará lo demás'. Esto significaba que la casa asumía el revelado de los carretes, enviados y devueltos por correo. Más sencillo no podía ser, pero, para facilitarlo aún más, Eastman montó por todo el país una red de tiendas de venta y revelado. El éxito de la operación, técnica y de marketing, fue avasallador. La casa Eastman, que a partir de ahora pasó a llamarse Eastman-Kodack para identificarla con las populares máquinas, no sólo dominó el mercado americano y europeo, sino que lo ensanchó con creces. Se puede decir que reinventó la fotografía al ponerla al alcance de todos.
La ventaja competitiva de Kodak estaba en las facilidades que daba para utilizar el producto (carrete, foto y revelado), poniéndolo al alcance de todos los públicos y de todas las fortunas. La calidad del material de Agfa y de las máquinas alemanas Leika, con potentes lentes de la casa Zeiss, era superior, pero iban dirigidas a un mercado restringido, el de los fotógrafos profesionales y los reporteros gráficos. En América, cualquier invención pasaba rápidamente de producto industrial a producto de consumo, y las empresas estaban continuamente innovando para hacerlo más asequible.
Ojo, que mancha
No podemos terminar la impresionante historia de la IG Farben y de sus competidores sin mencionar un aspecto extensible a toda la industria química. A la química debemos muchos beneficios: productos que han propiciado el bienestar y la higiene, abonos que han aumentado las cosechas, medicamentos que han prolongado la esperanza de vida. Pero también tienen consecuencias funestas: fabricación de explosivos mortíferos, gases asfixiantes, napalm. La IG Farben proporcionó a los nazis buena parte de su máquina destructora. Dupont fue la encargada del proyecto Manhattan que fabricó la bomba atómica y ha dirigido la planta de armas nucleares de Savanah River (Carolina del Norte), Dow Chemical, además de la fabricación del napalm con el que los americanos arrasaron brutalmente las aldeas y los campos vietnamitas. Dirige la planta de bombas nucleares de Rocky Flatt (Colorado). La industria química es una de las más contaminantes por los gases tóxicos que despide y por los vertidos en mares y ríos, y ha ocasionado terribles catástrofes como la explosión de la planta de Unión Carbide, en la India. Algunos de sus plagicidas y herbicidas han tenido efectos desfoliantes. Para obtener algunas materias primas, como la celulosa, arrasan bosques enteros de países del tercer mundo, con el peligro de aumentar la desertización y los cambios climáticos. En resumen, es también una industria con un enorme poder destructor que debería estar mucho más controlada por los poderes públicos.
P. Mattera: ´Las cien mayores empresas delmundo´. W. Feldenkirchen: ´Concentrationin German Industry, 1870-1939´. E. Brayer:´George Eastman´